
Mito seguramente concebido en tiempos de la inquisición,
durante la cual cortaban la cabeza a brujos, hechiceros, hombres y mujeres de
mal vivir.
Dice la tradición que se le aparece a los hombres y mujeres
que trasnochaban debajo de un árbol frondoso en el cual se puede ver una gran
puerta de un templo.
La persona pasa la puerta y se encuentra una gran sala y al
final un sacerdote cantando misa en latín.
Atraído y cargado de pecados la persona oye atentamente pero
a la hora de la consagración al dar la cara el sacerdote se le ve sin cabeza y
esta chorreando sangre entre sus manos.
Despavorido sale de aquel lugar y queda varias semanas sin habla, cambiando así su vida para siempre.
Eran aquellos tiempos del fusil de chispa, no tan
distantes que digamos. Tiempos de oro y de alegrías en que nuestros
antepasados, libres del aorisionamiento fastuoso de la moderna
civilización, vivían a su modo, pobre y humiidemente, pero siempre
contentos y alegres.
Nuestro pueblo, de labriegos sencillos formado,
conservó de los conquistadores gallegos que vinieron de la Madre España,
en busca de oro y de tierras para aumentar el poderío del León Ibero,
su amor entrañable al hogar, su fe religiosa y la sonsería peculiar que
lo hizo crédulo y creyencero.
A más de las fiestas de la iglesia, que formaban
lista en el año, nuestros abuelos celebraban con menos pompa, pero sí
con más alegría, dos festivales cívicos: el 27 de abril y la
independencia. Esto es, el aniversario del golpe de cuartel del general
don Tomás Guardia y el quince de septiembre, adoptado en Centroamérica
como fecha de la emancipación política de España.
El programa era corto: Bailes populares al aire
libre y repartición de licor, estallido de cohetes y bombas; gritos y,
de cuando en cuando, algunos mojicones, por copa de más o de menos.
Y nuestros campesinos, todos guardaban su pala y
el machete, limpiaban un poco sus manos; blanqueaban a fuerza de "'eje"
sus agrietados pies, y salían al anochecer a divertirse con sus
respectivas familias, danzando al claror de ía luz que despedían ios
faroles de canfín o los reverberos de manteca. Y aquí entramos en
nuestra relación, respecto al sucedido de la Calle del Cura.
Ñor Juan Rafael Reyes era el viejo más alegre del
distrito de Patarra y no perdía, por nada de este mundo, los festivales
del 27 de abril y la independencia, que bastante tenía que sudar los
demás días del año para atender a su manutención y la de su familia,
para no aprovechar la ocasión de echar una canita al aire.
En su caserío eran bastante recogidos, ajenos a
todo, sólo pensaban en la quema de la piedra de cal que les daba,
entonces más que ahora, el sustento. Las fechas memorables pasaban casi
inadvertidas, por lo que Ñor Juan Rafael se veía obligado a ir hasta la
villa para colmar sus ansias de fiesta. Allí era cosa de ver: Las
taquillas permanecían abiertas la noche entera: los vecinos principales
iluminaban los frentes de sus casas. En la plaza pública el entusiasmo
no decaía hasta rayar el nuevo sol y la ilustre corporación municipal
solía disponer el reparto de ''guaro" a todos los ciudadanos que
vitoreaban al ciudadano presidente. Y eso entusiasmaba a Ñor Reyes, que
muy a pesar de sus años que ya eran carga, gustaba de amanecer en vela,
bailando a ratos, libando copas, mascullando su chircagre y enterándose
de los corrillos de cuanto ocurría en el gran mundo, y soltando de
cuando en vez su graceja, para no quedarse atrás con los cuentos,
enredos y chistes que los contertulios iban enhebrando
como para amenizar el rato.
Acertó caer la fecha de la independencia en
domingo, y desde luego, la fiesta fue sábado en la noche. Por las
vísperas se saca el día, y para cumplir con el adagio popular, de antes y
con antes comenzaba la alegría.
Ñor Reyes no prescindía de bajar a la "suida a
mercar" su manutención, lo que hacía todos los sábados al amanecer, y
menos dejar pasar la parranda. Había que compaginar la obligación con la
devoción. Verdad es que podía ajilar por la calle de Dos Ríos y evadir
así la atención de la villa, pero solo una vez se celebraba al año la
independencia y para el siguiente ya podía estar bajo tierra. Había que
aprovechar la oportunidad, que algo la suele pintar calva. Ñor Reyes, -
lo decía su mujer - sería parrandero y bebedor, eso sí my cumplido con
sus obligaciones. Compraba el diario, y lo que quedaba libre era lo que
podía beberse en ron o guaro de la Fábrica Nacional. Y cayendo y
levantando, podía llegar ya al anochecer a su casa, pero con sus
alforjas repletas, con provisión para la semana. También lo decía él:
Los almadiados todo lo pierden, menos la memoria.
Ella se lo perdonaba a su marido, porque en su
alacena todo abundaba; porque nunca la hizo ayunar, excepto los viernes
de cuaresma - ya que era buen católico -, ni la obligó a solicitar
prestado el puñadito de frijoles ni de sal, o la jarra de arroz, como le
sucedía a la Piedades, su vecina, que a más de la vigilia en que vivía
eternamente por las largas y repetidas parrandas de su hombre, que le
duraban hasta ocho días larguitos, solía recibir un ajuste de azotes. Y
todo se puede aguantar, menos eso de que un "mangúela" alce la mano
contra su mujer.
Pues Ñor Reyes salió aquel sábado muy temprano,
caballero con su yegua rosilla, vistiendo los trapitos de dominguear,
los de coger misa. Lucía su banda tinta, de seda, que le daba varias
vueltas en la cintura dejaba que las barbas salieran afuera del ruedo
del chaquetón; no faltaba el pañuelo floreado al cuello ni la realera de
puño de hueso y plata, compañera de los días de gran solemnidad.
Estuvo en la ciudad; hizo sus compras; provocó
más de una risa sabrosota, con sus chistes y sus relatos, que salían de
la boca a borbotones; sorbió sus copas de guaro nacional, más sabroso y
más claro que el de "charral", según su opinión de buen bebedor, y al
atardecer dispuso el regreso pasando por los "Samparados".
Ya preludiaban las marimbas y chisporroteaban los
candiles, cuando hizo su entrada a la villa llevando sobre la al-barda
sus grandes alforjas bien repletas. En la casa del compadre, Ñor Pedro
el matador, amarró su ruco, sin desensillarla; dejó a buen recauda las
alforjas y su ramita de espino, que le servía de espuela y la varillita
de añono, que hacía de fuete y, tras un saludo en que hacia recuento de
la salud de todos los de la casa, se salió a comenzar la juerga,
relamiéndose de gusto, porque no había dejado de salir sin sorber la
jicara de chocolate con sus bizcochos y embustes.
Bailó fandango y punto y sorbió copas. Tuvo más
de una disputa y pudo regresar a casa del compadre, sano y salvo,
gracias a la intervención de algunos amigos. Allí lo montaron en su
bestia y lo pusieron en camino, tocándole el corazón, con el recuerdo de
los suyos, que estarían en vela, deseosos de verlo llegar. Y la
bestiecilla cogió el trote, calle arriba...
Era la madrugada oscura y fría. Mientras el
jinete dormitaba, dejando floja la rienda, la ruca trotaba. Bien sabía
Ñor Reyes que montado en un animal manso, que conocía el trillo de la
casa como de memoria, podría dejarse llevar confiado y tranquilo.
Pasó por San Antonio sin novedad. Todo mundo
dormía. Uno que otro perro ladró a su paso y vino a ahuyentar eí sueño.
Cuando cruzó Río Damas y entró en su jurisdicción, apuró la yegua el
trote, porque ya estaba próximo el momento de probar bocado y quedar
libre del aparejo, el jinete y la carga.
Próximo al recodo llamado la "Calle del Cura sin
Cabeza", se bifurca el camino y dan sombra los altos higuerones. Era un
sitio temido, porque decía el rumor popular que asustaban. Muchas
historietas de aparecidos circulaban de boca en boca. Pero Ñor Reyes ni
era hombre de miedo ni padecía de nervios, más bien se envalentonaba
cuando sorbía sus copas.
Frente a la plazuela, donde solamente se
levantaba una casa de peones de la finca, vio una ermita. Se restregó
bien los ojos, porque no tenía memoria de que allí hubiera existido esa
construcción. Pero como para desvanecer sus dudas, replicó campana
llamando a misa. Y deseoso de enterarse por sus propios ojos de que no
eran visiones ni cosas de! otro mundo, se desmontó y entró al templo,
que estaba iluminado a media luz. Se hincó a cantar el "Dominus Vobiscwn
" y se dio cuenta de que al padre le faltaba la cabeza. La impresión lo
levantó como con resortes y lo hizo abrirse en estampida. Al pasar bajo
el coro, oyó un ruido infernal y sintió que la campana le seguía
repicando su badajo... ¡No supo más!
Allí cerca, sobre el zacate, fue encontrado, sin
sentido, por los carreteros madrugadores, que llevaban carga a !a
ciudad. Lo recogieron y lo trasladaron a su residencia, donde pasó muy
malito algunos días. Costó que volviera en sí. Hasta la pronuncia había
perdido. Tenía que ser cosa mala la que vio, comentaban los familiares.
Pronto cundió la noticia del aparecido de la
"Calle del Cura sin Cabeza". Los curiosos llegaban a adquirir detalles
del suceso y se tejían los más variados y fantásticos comentarios. El
tío Melitón, que era muy ladino, definió el asunto: "Acechanzas del
demonio". Ñor Reyes había asistido a sus propios funerales, en castigo
de sus pecados. Naturalmente, nunca más volvió a pasar en '"deshoras"
por ese camino. Si iba a la ciudad, regresaba tempranito y por si tenía
que viajar en carreta, para evitar que los bueyes se asolearan,
madrugaba, pero siempre esperaba a otros compañeros. Que dos hombres se
valen mejor que uno.
La moralidad pública habría ganado mucho, ya que
se consumía menos licor nacional en la villa, si no se le ocurre a un
vivo llevar al barrio licor clandestino de Agua Caliente, evitando así
e! viaje a la villa, pasando por la "Calle del Cura sin Cabeza" en horas
de la noche.
Han pasado muchos años y el suceso apenas si se
recuerda. El trecho de camino conserva el nombre de la "Calle del Cura
sin Cabeza". Y la conseja del aparecido sigue siendo como una lección de
moral, pero nadie escarmienta en cabeza ajena...



